Sobre hinchas y no aficionados
Era la primera mitad de los ochenta y todo mi mundo era un cúmulo de casas de madera y un club privado cerca de la playa, adonde iba a nadar. Tenía unos 7 años cuando mi padre me llevó por primera vez a un estadio de fútbol. Era un día soleado, como todos los de mi infancia norteña, cuando mi padre, hincha acérrimo de Alianza Lima, vio jugar al Club Melgar, enfrentado al Taladro del Norte. El estadio no era otro que el descuidado Campeonísimo, de Talara. Esa vez predominaron en él sus raíces arequipeñas, de Yanahuara, y yo fui testigo de excepción de su alegría desbordada cuando los mistianos marcaron el primer gol. Petroperú, la empresa donde trabajaba mi padre, era el principal auspiciador del Torino, pero la verdad es que yo, a mis escasos 7, no lo notaba mucho.
Mi padre me hablaba siempre de las viejas glorias de su equipo de fútbol. Por él me enteré de jugadores míticos como Cornelio Chocolatín Heredia, Vides Mosquera, Valeriano López y su compadre del alma, Willy Barbadillo. Los días de farra y exceso de Valeriano López en Colombia han quedado perennizados por la anécdota que mi padre me contó sobre su boutade de prender sus puros con billetes cual teas infames. Su compadre fue más juicioso y guardó pan para mayo.
Mi padre fue uno de los sobrevivientes de la tragedia del Estadio Nacional, del 24 de mayo de 1964. Su relato de cómo logró escapar ileso era impactante. A partir de esa vez, su afición futbolística de ir a los estadios decreció, pero no su cariño por su entrañable equipo. Un antihincha como yo recuerda con cariño su notable afición.
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